jueves, 11 de abril de 2013

Me Amas?


¿ME AMAS?
En el amanecer de la resurrección, lo que más nos sorprenderá será el hecho de que, mientras estuvimos en la tierra, no amamos a Cristo en la medida en que podríamos haberlo hecho.
La pregunta de Jesús a Pedro en Juan 21.16 sigue vigente para nosotros hoy
Esta pregunta fue dirigida por el Señor Jesús a Pedro. «Una pregunta más importante que esta no puede hacerse. Han pasado casi veinte siglos desde que se pronunciaron estas palabras, pero aún hoy en día la pregunta es altamente provechosa y escudriñadora. La disposición para amar a alguien constituye uno de los sentimientos más comunes que Dios ha implantado en la naturaleza humana. Desgraciadamente, con demasiada frecuencia la gente vuelca sus afectos sobre objetos que no son dignos, ni valen la pena.
Debemos un lugar en nuestros afectos para la única persona que es digna de los mejores sentimientos de nuestro corazón: el Señor Jesús, la persona divina que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros. Entre todos nuestros afectos, no nos olvidemos de amar a Cristo.
La vida o la muerte, el cielo o el infierno, dependen de la respuesta que demos a la pregunta sencilla y simple de: «¿Amas a Cristo?»
EL AMOR A CRISTO ES DISTINTIVO
No todos los que son miembros de la Iglesia visible de Cristo son verdaderos cristianos. La religión del verdadero cristiano está en su vida; es algo que siente en su corazón, y que otros pueden apreciar en su vida y conducta. Ha experimentado su pecaminosidad y culpabilidad, y se ha arrepentido. Ha visto en Jesucristo al Divino Salvador que su alma necesita y se ha entregado a Él. Ha dejado el viejo hombre con sus hábitos carnales y depravados y se ha revestido del nuevo hombre. Ahora vive una vida nueva y santa, y habitualmente lucha contra el mundo, la carne y el diablo. Cristo mismo es el fundamento. Pregúntesele en qué confía para el perdón de sus muchos pecados, y contestará: «En la muerte de Cristo». Pregúntesele en qué justicia espera ser declarado inocente en el día del juicio, y responderá: «En la justicia de Cristo». Pregúntesele cuál es el ejemplo tras el cual se afana para conformar su vida, y dirá: «El ejemplo de Cristo».
Pero por encima de todas estas cosas, hay algo que es verdaderamente peculiar en el cristiano; y este algo es su amor a Cristo. No sólo le conoce, confía y obedece, sino que también lo ama.
El peligro del que «no cree» es grande, pero el peligro del que «no ama» es igualmente grande. El no creer como el no amar constituyen peldaños hacia la ruina eterna.
«El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema» (1 Co. 16.22). No hay posibilidad de salvación para el hombre que no ama al Señor Jesús. Una persona puede no tener nociones muy claras y aun así salvarse; puede faltarle valor y ser presa del temor, pero aun así, como Pedro, salvarse. Puede caer terriblemente como David, y sin embargo levantarse otra vez. Pero si una persona no ama a Cristo, no está en el camino de la vida; la maldición todavía está sobre él; camina por el sendero ancho que lleva a la condenación.
«La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable» (Ef. 6.24). Muchos de estos cristianos en las iglesias primitivas eran débiles en la fe, en el conocimiento y en la abnegación. No todos habían alcanzado el mismo grado en doctrina o en práctica, pero todos amaban a Cristo con sinceridad.
El mismo Señor Jesús dice a los judíos: «Si vuestro padre fuese Dios, seguramente me amaríais» (Jn. 8.42). Muchos ignorantes por el mero hecho de haber sido circuncidados y pertenecer al pueblo judío, ya se consideraban hijos de Dios. Si no hay amor a Cristo, no hay filiación divina.
LA PREGUNTA CRUCIAL A PEDRO
Por tres veces el Señor Jesús, después de su resurrección, dirigió al apóstol Pedro la misma pregunta: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» (Jn. 21.15-17). Con dulzura el Señor Jesús quería recordar al discípulo extraviado su triple negación. Pero antes de restaurarlo públicamente y ponerlo al frente de la Iglesia, el Señor exige una nueva confesión de fe. Observemos que no le hizo preguntas tales como las de: «¿Crees?», «¿Te has convertido?», «¿Está dispuesto a confesarme?», «¿Me obedecerás?», «¿Volverás a negarme?». Simplemente le preguntó: «¿Me amas?».

La pregunta, en toda su sencillez, era en extremo escudriñadora. Si una persona ama verdaderamente a Cristo, su condición espiritual es satisfactoria. 
«Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero» (Jn. 4.19). El versículo, sin duda alguna, se refiere a Dios el Padre, pero no es menos cierto de Dios el Hijo. El cristiano verdadero ama a Cristo por todo lo que ha hecho por él. Este ha sufrido en su lugar y muerto por él en la cruz. Con su sangre lo ha redimido de la culpa, poder y consecuencias del pecado. A través de su Espíritu Santo lo llamó e hizo que se arrepintiera, creyera en Cristo y viviera una vida de esperanza y santidad. Cristo ha borrado y perdonado todos sus pecados; lo ha librado del cautiverio del mundo; de la carne y del diablo; lo arrebató del borde mismo del infierno, y lo puso en el estrecho sendero que conduce al cielo. En vez de tinieblas le ha dado luz; en vez de intranquilidad, le ha dado paz de conciencia; en lugar de incertidumbre, esperanza; y en lugar de muerte, vida.  Y le ama, además, por todo lo que todavía hace por él. Diariamente Cristo perdona sus faltas y cura sus enfermedades, mientras que intercede por su alma delante de Dios. Diariamente suple las necesidades de su alma y le provee de gracia y misericordia. A través de su Espíritu lo guía a la ciudad con fundamento y lo sostiene en la debilidad e ignorancia. Cuando tropieza y cae, Él lo levanta y defiende de todos sus enemigos. Y todo esto mientras le prepara un hogar eterno en el cielo. El verdadero cristiano ama al Señor Jesús.
COMPAÑERO DE LA FE
El amor a Cristo es el compañero inseparable de la fe salvadora. La fe de los demonios es una fe desprovista de amor, así como la fe que es tan sólo intelectual, pero la fe que salva va acompañada del amor. Allí donde hay verdadera fe, habrá también amor a Cristo. La persona que ha sido verdaderamente perdonada realmente ama (Lc. 7.47).
FUENTE DE SERVICIO
El amor a Cristo es la fuente del servicio cristiano. Poco haremos por la causa de Cristo si nos movemos impulsados por el simple sentido de la obligación o sólo por aquello que es justo y recto. Antes de que las manos se muevan, el corazón ha de estar interesado. Sin amor no se producirá una perseverancia continua en el obrar bien ni en la labor misionera. La enfermera puede desempeñar correctamente sus cuidados facultativos y atender al enfermo con solicitud; pero aun así, hay una gran diferencia entre sus cuidados y los que prodigará la esposa al esposo enfermo, o la madre al hijo que está en peligro de muerte. Una obra por el sentido de la obligación, mientras que la otra es impulsada por el afecto y el amor; una desempeña su labor por la paga que recibe, la otra según los impulsos del corazón. Y es así también en lo que respecta al servicio cristiano. No es sólo guardar un credo sino que, encima de todo, amar a la Persona del Señor Jesucristo.
INSTRUYE AL NIÑO…
El amor a Cristo debería ser el tema básico en la instrucción religiosa del niño. Hay doctrinas que a menudo causan confusión al niño de tierna edad. Pero el amor a Jesús es algo más al alcance de su entendimiento. Aquello de que Jesús lo amó incluso hasta la misma muerte y que él debe corresponder con su amor, todo eso constituye un credo que se amolda a su mente.
PUNTO DE UNIÓN
El amor a Cristo constituye el punto donde convergen todos los creyentes. A menudo discrepan sobre doctrinas, formas y ceremonias, gobierno eclesiástico y modo de culto. Pero en un punto, por lo menos, están de acuerdo: «Aman al Señor Jesús con sinceridad» (Ef. 6.24). Muchos de estos creyentes ignoran la teología sistemática y sólo de una manera muy pobre podrían argumentar en defensa de su credo. Pero todos testifican de lo que sienten hacia Aquel que murió por sus pecados. «No puedo hablar mucho por Cristo», dijo una cristiana viejecita e ignorante y añadió: «Pero si bien no puedo hablar por Él, ¡podría morir por Él!».
DISTINCIÓN QUE PERMANECERÁ
El amor a Cristo será la característica distintiva de todas las almas salvas en el cielo. Aquella multitud que nadie podrá contar será de un solo corazón. Los creyentes todos se unirán en un mismo sentir, en un mismo corazón y en una misma voz, en aquel himno de alabanza: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a Él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Ap. 1.5, 6).
Uno de los personajes de “El progreso del Peregrino” (Firme) dice: Ahora ya me veo al final de la jornada; mis días de labor ya han terminado. Voy a ver aquella Cabeza que fue coronada de espinas, y aquel Rostro que por mí fue escupido. Hasta aquí he vivido por el oír de la fe, pero ahora voy a un lugar donde viviré por la vista, y moraré con Aquel en cuya compañía se deleita mi alma. He amado oír hablar de mi Señor, Su voz me ha sido sumamente dulce, y «¡más que desear el sol, he deseado yo la luz de su rostro!»
COMO SE MANIFIESTA
Si amamos a una persona, desearemos pensar en ella (Ef. 3.17).  La gente del mundo, de por sí, no piensa en Cristo, y es que sus afectos no están en Él. Pero el verdadero cristiano piensa en Cristo y en su obra durante toda su vida, pues lo ama.
Si amamos a una persona desearemos oír hablar de ella.  El verdadero creyente se deleita cada vez que oye algo acerca de su Maestro. Los sermones que más le gustan son aquellos que están llenos de Cristo; y las compañías que más prefiere son las de aquellos que se deleitan en las cosas de Cristo.
Si amamos a una persona, nos agradará leer de ella.  Los que aman a los escritores verán en sus cartas algo que nadie más puede ver; las leerán una y otra vez, y las guardarán como un tesoro. Esta es la misma experiencia entre el verdadero cristiano, se deleita en la lectura de las Escrituras, pues ellas le hablan de su amado Salvador.
Si amamos a una persona, nos esforzaremos para complacerla.  Desearemos amoldarnos a sus gustos y opiniones. Estaremos, incluso, dispuestos a negarnos a nosotros mismos para adaptarnos a sus deseos. Lo mismo sucede entre el creyente y Cristo. Para poder agradarle el verdadero cristiano se esfuerza en ser santo en cuerpo y en espíritu. Contrariamente a lo que hacen los hijos del mundo, no murmurará ni se quejará de que los mandatos de Cristo son demasiado estrictos o severos. Para él no son penosos ni pesada su carga. ¿Y por qué es esto así? Simplemente porque lo ama.



Si amamos a una persona, desearemos hablar con ella.  Le diremos todos nuestros pensamientos y le abriremos nuestro corazón. No nos será difícil encontrar tema de conversación. Siempre nos resultará fácil hablar con el amigo que amamos de verdad. ¡Tendremos tantas cosas para decir, informar y preguntar!     El verdadero cristiano, a través de la oración, constantemente habla con su Maestro. Le expone sus deseos, sus necesidades, sus sentimientos y temores. En la dificultad busca su consejo y en las pruebas su consuelo.
Finalmente, si amamos a una persona, desearemos estar siempre con ella.  El pensar, oír y hablar de la persona amada hasta cierto punto nos complace, pero no es suficiente. Desearemos algo más: estar siempre en su compañía.  El corazón del cristiano suspira por aquel día cuando verá a su Maestro cara a cara, y por toda la eternidad. Suspira por aquella vida sin fin en que se verá como ha sido visto, y en la que no habrá más pecado ni dolor. El vivir por fe ha sido dulce, pero sabe que el vivir por vista le será más dulce todavía. Encontró placentero el oír de Cristo, el hablar de Cristo y el leer de Cristo; pero mucho mejor será ver a Cristo con sus propios ojos para siempre.
¿CÓMO ESTÁ TU AMOR?
Terminaré este escrito apelando a su conciencia. Y lo haré con todo amor y afecto. Mi oración a Dios y el deseo de mi corazón, al escribir, han sido el ayudarlo a reflexionar sobre su amor a Jesucristo.   Considere la pregunta que Jesús hizo a Pedro y trate de contestarla por usted mismo. No intente evadirla; examínela seriamente; píensela bien. Y después de todo lo que le he escrito, ¿puede honestamente, decir que ama a Cristo?
Un mero asentimiento intelectual al contenido del Evangelio no salva. Los demonios también creen y tiemblan (Stg. 2.19). El verdadero cristianismo va más allá de un mero sentimiento a doctrinas y opiniones. Consiste en conocer, confiar y amar a la Persona que murió por nuestros pecados y que ahora vive: Cristo, el Señor.




Lee la Biblia con diligencia y no descanses hasta que te hayas familiarizado con ella. Practica la oración sincera, real y de corazón. Cambia de proceder. Obedece al Señor con todo tu corazón, y no tardarás en descubrir la necesidad que tienes de amar a Cristo.
Si en verdad amas a Cristo, gózate porque el amor en tu corazón es señal de una obra de gracia genuina.   Si amas a Cristo nunca te avergüences de dar testimonio de su persona y de su obra. No tienes por qué esconder a los demás el amor y afecto que sientes por Él.
Un viajante inglés, de vida impía y descuidada, en cierta ocasión preguntó a un indígena americano, un hombre convertido y temeroso de Dios: «¿Por qué haces tanto por Cristo; por qué hablas tanto de Él?». «¿Qué es lo que Cristo ha hecho por ti para que te tomes tanto trabajo por Él?»
El indio no le contestó con palabras, sino que juntó unas cuantas hojas secas y un poco de musgo, y con ello hizo un anillo en el suelo. Luego tomó un gusano, lo puso en medio del anillo y prendió fuego a las hojas y al musgo. Las llamas pronto se elevaron, y el calor empezó a asar al gusano. Con terrible agonía este trató de escapar por cualquier lado, pero todo era en vano, hasta que, en medio de la desesperación, se enrolló en el centro del anillo y aguardó el momento en que sería consumido por el fuego. En aquel momento el indio extendió su mano, tomó el gusano, lo puso suavemente sobre su pecho, y dijo al inglés: «Desconocido: ¿ves este gusano? Yo iba a perecer como este insecto. Estaba a punto de morir en mis pecados, en desesperación y al borde mismo del fuego eterno. Pero en estas circunstancias Jesús extendió su poderoso brazo. Fue Jesús quien me salvó con su diestra de gracia y me arrebató de las llamas eternas. Fue Jesús quien me puso a mí, pobre gusano pecador, cerca de su corazón amoroso. Esta es la razón por la cual hablo tanto de Él. Y no me avergüenzo porque lo amo».
En el amanecer de la resurrección, lo que más nos sorprenderá será el hecho de que, mientras estuvimos en la tierra, no amamos a Cristo en la medida en que podríamos haberlo hecho.
 Apuntes Pastorales, 1993 Los Temas de la Vida Cristiana, volumen 2, número 3.

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